Las discusiones eran continuas. Cada vez que se veían, tras unos momentos de charla cariñosa, comenzaban las desavenencias. Se amaban, pero al tocar cierto punto, ahí comenzaba la tormenta.
Un día, el joven, Ricardo Lallis, de veintiséis años de edad, no aguantó más, y en un rapto de locura mató a su novia Andrea Young. Cuando a los tres días fue detenido, Ricardo les dijo a los detectives: «La maté para hacerle un favor. La amaba, pero era la única manera de librarla del infierno de la cocaína.»
Ricardo les relató a los detectives que durante muchos meses había estado tratando de convencerla, con toda clase de argumentos, de que dejara el vicio. La joven le hacía promesas de enmienda y, por momentos, parecía estar libre, pero luego volvía a caer.
Para Ricardo cada caída era un nuevo golpe, una nueva desilusión, un nuevo dolor. Fue así como un día se le metió en la cabeza esa idea atroz de eliminarla de su adicción. Se convenció de que la muerte era la única solución para Andrea. Lo demás es historia. Pero, ¿solucionó algo Ricardo con quitarle la vida a su novia? Al contrario. La perdió a ella, y perdió su propia libertad.
Matar a una persona no es nunca la solución. Es la derrota más grande de la vida. Es cortar por la mitad una vida que, de esperar con paciencia, pudiera haber sido brillante y victoriosa. Aparte del daño irreparable que causa la muerte prematura, está el daño y el dolor que se les causa a los que están cerca, ya sean parientes o amigos íntimos.
Y hay otro factor. Toda persona, al partir de esta vida, se enfrenta al instante con Dios, el Juez Supremo. Y el que parte a la eternidad sin Cristo no está aún preparado para ese encuentro eterno.
La buena noticia es que hay una solución para el problema de la drogadicción así como para todo problema de esta vida. Esa solución es Cristo. Él tiene el poder para librar a cualquier persona de cualquier vicio, y no sólo de cualquier vicio sino de sus depresiones, sus congojas, sus tristezas y sus fracasos.
Es posible librarnos de toda especie de mal, porque hay poder en Jesucristo. Si nos sometemos al Todopoderoso Salvador, esa entrega nos librará de las garras del diablo. Ninguno de nosotros tiene que ser esclavo del pecado. Cristo ya compró nuestra salvación. Aceptémosla hoy mismo
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