Por Carlos Rey
A la hora indicada, suena la
alarma del reloj de pulsera y una pequeña aguja magnética se mueve lentamente,
señalando la dirección correcta. Acto seguido, el que lleva el reloj se quita
los zapatos, se acomoda el turbante, se arrodilla y comienza a orar, dirigiendo
la mirada hacia La Meca, ciudad sagrada del Islam.
Ese reloj de pulsera es
especial. Diseñado electrónicamente por una compañía japonesa, avisa
puntualmente cinco veces al día que es tiempo de la oración litúrgica del
Islam. Y tiene un compás que marca la dirección exacta hacia La Meca, que es
hacia donde todo buen musulmán debe dirigirse al orar, ya sea un ejecutivo en
París, o un inversionista en Nueva York, o un boxeador en Las Vegas, o un
empresario en Buenos Aires, o un profesor universitario en Lima, o un médico en
São Paulo o un abogado en el Distrito Federal de México. He ahí la electrónica
al servicio de la religión.
Cada ser humano tiene el
derecho inalienable de seguir su propia religión y de practicarla tal y como le
parezca mejor. Los musulmanes cumplen el deber, prescrito por el Corán, de orar
cinco veces al día dondequiera que se encuentren, con el rostro dirigido hacia
La Meca. En el transcurso de los siglos el que ha llamado a los fieles desde la
torre de su mezquita en las ciudades árabes ha sido el sacerdote musulmán,
conocido como el almuecín o almuédano. Pero ahora a los seguidores de Mahoma
dispersos por el mundo lo que les recuerda la hora puede ser un reloj
electrónico.
¿Habrá algún reloj de oración
que les sirva de aviso a los seguidores de Cristo, también dispersos por el
mundo? Si no lo hay, entonces ¿qué les recuerda a los cristianos que es tiempo
de orar? Y si, por ejemplo, se considerara como tal el repique de las campanas
de una iglesia, ¿qué probabilidad habría de que esos cristianos dejaran de
inmediato sus actividades cotidianas para dedicarse a la oración?
Es triste tener que admitirlo,
pero una gran mayoría de cristianos, sobre todo los de nombre solamente, no se
acuerdan nunca de orar. Es más, no saben siquiera cómo hacerlo. Si los acosa
algún problema o sufren algún contratiempo, buscan a un guía religioso que ore
por ellos. ¿Y por qué no saben orar? Porque han perdido la comunión con Dios.
Guardan las distancias en vez de mantener una relación personal con Él.
Dios desea que nos acerquemos
y le dirijamos la palabra con regularidad, como una expresión de fe, de amor y
de confianza, y no sólo como nuestra última esperanza. Lamentablemente muchos
de sus presuntos hijos le hemos quedado mal haciéndolo esperar demasiado
tiempo, como espera con anhelo un padre desatendido por sus hijos. ¿Será acaso
que a todos nos serviría un reloj de oración como recordatorio?
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